La niña que se miraba los pies
Aprovechaba el último impulso del columpio para alcanzar el rastro de jazmín que dejaba atrás cada vez que subía al cielo. En cualquier momento escucharía a la abuela Matilde llamándolos a todos como una vieja hechicera profiriendo sus conjuros. La esencia de jazmín que le colocaba la delicada tía Sofía, detrás de sus pequeñas orejas y en el torbellino de cabello rojizo que se le amontonaba en la frente, la abrazaba mágicamente al volver de espaldas; como los rulos movedizos que se internan en los remos. Y la fuerza que la remontaba hacía arriba crecía y crecía hasta poder verse las puntas de las impecables guillerminas que la tía le había regalado el día anterior: señalar los algodones de azúcar anaranjados que flotaban en las alturas. Las vacaciones de invierno eran la combinación exacta de charlas interminables (por ende sin propósito previo más que el de charlar) y atardeceres en el columpio después de empanzarse con mandarinas. Pero la llegada de la tía ...