La niña que se miraba los pies
Aprovechaba el último impulso del columpio para alcanzar el rastro de jazmín que dejaba atrás cada vez que subía al cielo. En cualquier momento escucharía a la abuela Matilde llamándolos a todos como una vieja hechicera profiriendo sus conjuros. La esencia de jazmín que le colocaba la delicada tía Sofía, detrás de sus pequeñas orejas y en el torbellino de cabello rojizo que se le amontonaba en la frente, la abrazaba mágicamente al volver de espaldas; como los rulos movedizos que se internan en los remos.
Y la fuerza que la remontaba hacía arriba crecía y crecía hasta poder verse las puntas de las impecables guillerminas que la tía le había regalado el día anterior: señalar los algodones de azúcar anaranjados que flotaban en las alturas. Las vacaciones de invierno eran la combinación exacta de charlas interminables (por ende sin propósito previo más que el de charlar) y atardeceres en el columpio después de empanzarse con mandarinas.
Pero la llegada de la tía Sofía con el regalo alteró provisionalmente la rutina. Valeria se salteó ir a la casa de Marina, la vecinita hija del capataz del ingenio para no ensuciarse los pies. Conocía a Marina desde hacía un montón de años; juntas se sentaban al pie de las plantas a comer mandarinas y nísperos frescos. Terminaban con la boca y las manos pegajosas por el dulce almíbar de las frutas. Ya cuando la tarde huía, salían en bicicleta hasta la casa de doña Ramona, la señora que vendía bollos y rosquetes recién horneados en horno de barro.
Jugaba con sus pies que se escondían y aparecían en el impulso que la remontaba cada vez más alto. La panza se lo pedía, sabía que era miedo a caerse del columpio, y aunque un fabuloso goce se apoderaba de ella dejándola sin respiración en el mismo instante en el que comenzaba a retroceder, frenó. Desde la casa, se escuchó la voz de la abuela Matilde que la llamaba. Saltó del columpio y caminó contando los pasos hasta la ventana de la cocina. La abuela Matilde calentaba agua y leche para la merienda.
En esta oportunidad iría a comprar los bollos y los rosquetes sola. Lo que debía respetarse de principio a fin era no ensuciarse las impecables guillerminas, por eso planeó sostenerse montada a la bicicleta ida y vuelta. El regreso sería el más agotador, la cuesta que debía pedalear a veces se hacía infinita, en ocasiones le pedía a Marina que caminaran ese tramo aburrido. Se concentró sólo para no aflojar a la vuelta. Salió de la casa dejando las huellas de las ruedas marcadas en la tierra arcillosa inconfundible de Pozo del Alto. Tomó el envión de las primeras pedaleadas hasta detenerse para continuar solo en caso necesario. El descenso era lo suficientemente importante como para preocuparse por pedalear, había que dejarse llevar.
Valeria sentía la intermitencia de su cabello flamear, escuchaba los estallidos que hacían en el ripio de la calle las gomas de la bicicleta, todo marchaba sobre ruedas. Cuando sentía la necesidad de darle mayor velocidad a la bicicleta giraba un poco el pedal y continuaba suavemente. Incluso, podía ver primero el pie izquierdo adelantarse y retroceder hasta dar paso al derecho que lo imitaba resueltamente. Se permitió pedalear más de lo necesario para ver ese espectáculo multiplicarse.
Llegó al alambrado de la casa de doña Ramona que sirvió de freno y gritó como lo hacía todos los días. La bolsa de plástico comenzó a sudar por dentro por el calor de los bollos. Aceleró el tramite haciendo caso a las indicaciones de Doña Ramona: calientitos son más ricos. Usó el alambrado para impulsarse y partir. La rueda de adelante vacila entre unas piedras, y pierde por un instante el equilibrio que Valeria recobra parándose sobre los pedales para cambiar el centro de gravedad. Emprendió el camino de regreso.
Los que conocían a Valeria, vaticinaban profesiones para su futuro afines a su obstinación para sostener sus propósitos. Regresar sin bajar de la bicicleta era incuestionable, siquiera lo pensó. Los Gutiérrez la vieron pasar con las bolsas de los bollos y los rosquetes una en cada lado del manubrio y pensaron que Valeria corría peligro. Don Gregorio que cavaba un cordón cuneta con la azada la vio pasar pedaleando a gran velocidad y escuchó el silbido que hacían las bolsas similar los volantines de sus nietos fabricaban.
Los nietos de don Gregorio vieron a Valeria y comenzaron a silbarle y a decirle las groserías de siempre. Valeria comenzaba a sentir que las piernas le ardían y todavía no cubría la mitad del camino. Algo comenzó a andar mal, no era el ardor de las piernas, ni su corazón agitado, ni la mitad del camino infinito que faltaba y que se había propuesto recorrer sin bajarse de la bici; percibía una bamboleo impreciso, una incomodidad cosquilleante. Se miró los pies y por un momento creyó perder el equilibrio. Detenerse era inexorable, debía parar, no había nada en el mundo más importante que eso.
Bajó el pie izquierdo y el derecho lo dejó en el pedal, el polvo le cubrió el pie. Miró con desagrado el desafortunado suceso: pero la silleta de la bicicleta concentraba toda su atención.
Al llegar a casa el aroma inconfundible del café con leche salió a cortarle el paso. Entró por la cocina y fue a recobrar a sus ahora no tan impecables guillerminas. Pasó por el comedor en medio de barullo de hermanos, tíos y abuelos hablando en simultaneo. En la mesa había torta de chocolate y posillos repletos de miel de abeja. Encontró la gamuza que le pertenecía al abuelo Alberto que nunca conoció en la pieza de la abuela.
Se limpió las guillerminas y se sentó a la mesa a pelear con su hermano menor por una porción de torta. Que se repitan los días, era el mayor de los anhelos de Valeria en la vacaciones. Lo que para los adultos significaba el derrotero interminable de sucesos paralelos, para un niño es un fuente inagotable de sucesos incomparables. Que se repitan las violencias de los descubrimientos, la intranquilidad de las búsquedas, los espantos desconocidos y los furibundos mitos que respetar. La pobreza es no desear que se repitan los días.
Evacuar los más rápido posible la mesa después de llenarse la panza era señal de mala educación y de fruición descarada. El atardecer se repitió pero se alteró abruptamente con la noche y su estrellado techo azul. La tía Sofía transformada en olores nocturnos, en aroma a piel cálida mezclada con perfume y sudor de tarde de tortas de chocolate y ron cubano clandestino. Pero al ver a la tía Sofía mirándose al espejo, se recordó a ella misma descubriéndose en el baño con un pequeño espejito que usaba su mamá para depilarse las cejas. Se miró ahí abajo, donde sintió esa terrible corriente pasar cuando estaba sentada escuchando la tormenta liberar miles de aplausos en el techo de chapa del garaje.
Era la tormenta de Santa Rosa que tanto esperaba angustiada su mamá rezándole a todos los santos que apilaba en el aparador junto al reloj de madera vetusto e inservible. El espectáculo de la lluvia la estimulaba frenéticamente. Todo debía cumplirse según la ceremonia acostumbrada: ubicar la silla de mimbre-que estaba solitaria en el living y que usaban para poner diarios y revistas viejas-en el único lugar de la casa con techo de chapa: el taller del papá donde hacía los trabajos de lutería. El enorme ventanal que daba al fondo de la casa, la arrasaba con el olor inicial de la tierra y el pasto mojado. Con esas fragancias del mundo, Valeria inauguraba su propio cuerpo.
Una ambulancia bifurcó el ritmo de la habitación, Pearl Jam socorrido y sacado por la ventana la devolvía al latido ensordecedor de su corazón. La tía Sofía, se volvió enojada por el atropello y subió el volumen del grabador. Miró a Valeria y con una sonrisa en la cara le pidió que le alcanzara la ropa interior que estaba en su cama. Valeria obedeció.
Al regresar con la ropa en la mano el cuerpo desnudo de la tía Sofía la encandiló. De espaldas, con el cabello suelto que le cubría las escápulas pero que dejaba al descubierto los hombros puntudos y amplios que las horas natación en Valladares había amasado; un canal alargado y suave se interrumpía en los grandes gajos carnosos de la cola. Valeria se acercó estimulada por la visión y vio algo nuevo, algo que su espejo no le había revelado aún: vio el pubis velludo de la tía Sofía. Corrió la mirada rápidamente para que la tía no viera su interés y se sentó en la cama.
-Esa canción habla de un chico que pierde a su novia en un accidente de autos, él le pide a Dios que le de la oportunidad de despedirse de ella con un beso ¿No te parece una linda historia, Vale?
Valeria no contestó, Valeria era sólo Valeria y nada podía quebrantar su intimidad en ese momento. La tía Sofía la dejó como se quedó: sola, apretando las impecables guillerminas para no dejar escapar la corriente que venía de ahí abajo.
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