Una mujer (con flequillo) desnuda y en lo oscuro

Había dicho que no le importaban los firuletes ni las resistencias aparentes, ella había elegido bailar a mi lado lejos de cualquier arbitrariedad de la suerte. Se acercaba-me cercaba mejor dicho, porque de a poco cerraba una espiral trazada de antemano a mi alrededor-como una fiera servida a la saña de la casería
Una vez excluido de los onanistas literarios sospeché que la vida tomaría otro rumbo, lo cual en parte fue cierto, como lo demuestra la visita de Natalia a mi casa. La parte que continuaba siendo igual era aquella de “... Te voy a coger con las palabras y después te voy a coger de verdad...”, que las dije confiado como un nene en el poder de las mismas-razones o pezones en todo caso. Comenzó a estridular, frotándose las rodillas pensando que se trataba de un engaño. Me levanté del sofá y le dije que le contaría lo que pasaría antes de que suceda y me fui. Pasaron los meses y ni una palabra, mi aspersión como profeta o como amante se torno un fracaso rotundo. Me resultaba cómoda la idea de que si no había palabras significaba de alguna manera una mala cogida; con eso me consolaba y apartaba las demás posibilidades (todas vinculadas al honor). Poco a poco, la perdí de vista y la tristeza de no poder cogerla ni con mis palabras se fue desvaneciendo. Sin darme cuenta de nada, al poco tiempo ya estaba en la secta de los onanistas literarios, cultivando el fanatismo inexplicable por el eximio mártir. Natalia surgía así, así tan irreprochable como mi tiempo de reclusión: tan familiar y tan demandante que sabía que debía cancelar mi deuda. Como dijo otro eximio pero no-mártir, la aritmética de la realidad sea sume. Dicho y elevado a la categoría de emergencia comencé a escribir recuperando la esterilidad anterior.

Ser, estar, tocarse, tocar, las formaciones de la vida: los músculos de la mandíbula empezaron a temblar, a esa altura si no paraba de morder el aire, me destrozaba la dentadura. Como quien pone las manos al caer le cruce el cuerpo y comencé a morderle los costados, hizo el intento de quejarse o se quejó. Un cosquilleo en las encías recorría toda mi boca, mi lengua se ahogaba de saliva: estaba preparado para devorarla. Natalia se colocó de frente y me mostró sus tetas como las tildes de la palabra éléve. El calor de sus nalgas caldeaba mis huevos al bajar del mástil la abanderada. Aplicada, estudiosa de sus tiempos la veía olvidarse de mí. La saqué para que tomara un poco de oxigeno y aproveché para agradecerle a su ceñida ciudad por darme albergue.
Por poco me arranca los pelos de la nuca en el momento en que un grandioso espasmo la dejaba sin piernas. La sensación de que vivía la mejor cogida de mi vida me invadió en el momento en que la veía sonreír con los ojos entreabiertos-verla mirar la ola pasar. Me agradeció pasando su mano por mi frente. La ola pasaba lentamente, cambié de forro y se la metí sin permiso. La puse a cuatro patas; todavía tenía cruzada la tanga sobre una nalga, pude deleitarme con el hermoso culo que tenía Natalia, único motivo por el que me mantuve tanto tiempo paralizado. La ola crecía y crecía y ni señal de llegar a la costa. Culiado, metéme más fuerte: las delicias del alma, Natalia, no sabés cuánto te amo, décilo de nuevo para que muera contento. La levanté rápidamente del sillón y la desparramé en la mesa donde comimos, dijo: llenáme, llenáme y no pude contener la felicidad.

El andar torpe del camello hizo que mis bolas chocaran contra la punta de la silla. Desperté con dolor y con sed. Agarré un vaso de la mesa y fui a la cocina a tomar agua. Me tiré nuevamente en la cama y me puse a repasar lo sucedido. Una mujer desnuda y con flequillo tendida a mi lado, como quien mira sin mirar en esta noche disimulada por el alcohol y de despilfarro. Encubierta detrás de la barrera azabache dosificaba la luz y su voz. Me proponía la misma clandestinidad, una manera respetable de no mostrarle quién era yo, más por asegurarle una serenidad ilusoria que por falta de interés. Se desperezó como un gran felino para pedirme que encendiera la computadora.
-Prendé la compu y abrí el archivo que se llama “Paradoja de un mentiroso”.
Estaban todos los pormenores, desde el mismo día en que nos conocimos, incluso el día que le propuse cogerla literariamente. A las semanas, vi a Natalia en el Hiper, estaba tan linda que hasta me olvidé lo que había pasado. Hablamos un par de minutos, antes de continuar con su carrito me dijo: ... ¿viste que no pude escribir todo lo que pasó?
Regresé a mi casa totalmente afligido por no hallar lo que faltó escribir; pensé llamarla y preguntarle pero deseché la idea inmediatamente. Quería verla, no podía seguir mintiéndome, quería repetir la sorpresa pero algo me detuvo; algo como un rencor desmedido por llevarse una parte de mi, por desbaratar mi costumbre de pisotear el pasado y aunque la maldije con toda sinceridad comencé a contemplar que no se merecía otra cosa que pleitesía: la elegancia con que me anticipó descubrió mi fatal simplicidad. Cuando al fin pude perdonarla por lo que me hizo recordé lo que faltaba escribir, y sentí que me había encomendado a mi devolverle a nuestro encuentro su indiscutible naturaleza. Lo que faltó escribir fue llenáme, llenáme; lo único que no pudo anticipar de ninguno de los dos.

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