La milonga
No es que crea en la reencarnación, ni que piense que nací en el sitio equivocado, pero ahora que escribo estas líneas, y se van ordenando las ideas, hasta podría pensarse que se trata del delirio de un loco, o de un sueño. Todo comenzó una noche filosa y espesa como la sangre que se derramó para terminarla. Era tan poderosa esa noche, como tantas otras noches en la que acostumbraba a ir al prostíbulo, empilchado y listo con mi fierro en el cinto a verla a La francesa. Yo ya tenía mi reputación entre los hombres, de milonguero y de malevo cuando de pelar el brilloso se trataba. El finado, antes de pasar a mejor vida, también amontonaba milongas y sombras en su faca. Los hombres sabemos cuando la parca anda rondando, sabemos que ni el arrullo cadencioso de las caderas de La Francesa pueden ahuyentarla. Pero cuando se arma la milonga, la muerte y su arrogante indiferencia pierde fuerza. Y así, al milonguear, en el patio cuadriculado tramamos una especie de tejido invisible con las formas...