Un volcán

El sol tintineaba en el aire. El sol babeaba en el cerebro de todos con sus tentáculos afilados. El sol era una piedra. El sol era miles de piedras en su volcánica piel canela. Y todo no terminó tan mal. No, no tan mal. Notan mal. En rigor, iban floreciendo las intenciones a medida que el sol con sus inten-tacúlos provocaba una imagen en todos. Ella cruzó la avenida atravesando anillos concéntricos repletos de labia almibarada. Ella vulcanizó su piel viviente y llamativa pronta, prontísima a la mía. Canela, ella con sus corpúsculos y grumos de lava hirvientes empalizando el pedestal llamado cuello. El sol era un volcán esa mañana, no tan mal, libre de todo sufrimiento. Un mar ruidoso, de irreprimible lozanía erupcionaba de esa piel canela. La respiración de la luz que imita el aire crujiente del sol. Yo vi, yo escuché el sonido del sol estallando en los poros de la piel. El mar mediterráneo rompecabezas de sus labios hedía, sí, hedía a saliva a lava a manía y a rechazo. Mi cuerpo ya había encontrado un compás. De música. Por eso me alegro que se haya sentado delante de mi. El sol seguía hurgando. El sol seguía ronroneando. El sol seguía fulgurando en una interminable red de melanina, y sus colores castaños. Esta mujer joven con sus tetas firmes. Es mujer, es hija, es madre. Voluntaria, es una mujer voluntaria. Y oí, mortales palabras sagradas de mutuo conocimiento que rompían las cadenas. El sol tenía palabras. El sol trinaba en mis tímpanos con esplendoroso amor. Esto sí que es amor: reconocerse por una ley. El sol era una ley. Y yo seguía siendo un volcán. Un volcán de lava temblorosa como la de sus labios. El sol inmemorial se enfriaba. El sol contemplaba la lava apaciguarse en una horizontal de letras con mi nombre. Mi nombre salió empapado por el mar en disonancia ardiente. Dos cosas aprendí de ese viaje. Dos.

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