Leche

El abuelo secaba las balas del .32 en la ventana del jardín. Y ahora puedo contarlo, no como un logro, pero contarlo. Hubiera querido sacarle más provecho al abuelo. Yo también quería mis balas así que le hice caso al Loco Emilio. Mis balas con pólvora de la buena serían fabricadas por mi, y se las regalaría al abuelo para que las pusiese junto a las de él. Era claro que el Loco Emilio se las traía. Los changos se burlaban de él por su infatigable amor por la paja, pero paraban bien las orejitas cuando el Loco les decía que no había mejor paja que la que uno, embriagado por la necesidad de hundir el choto cual agujero se presentara; uno, en ese estado bien podía agarrar un bife, tajearle un orificio acorde a la necesidad de roce que uno ande teniendo, y listo: a gozar. Los padres desconocen a los locos como el Loco Emilio, por eso nosotros poníamos en práctica clandestinamente sus conocimientos, no vaya ser que alguien abra la puerta del baño y haga preguntas de autoría. Yo le creí al Loco Emilio, por eso puse al sol los saquitos de té la Virginia. Para entonces, como todo niño de diez años no sólo la paja me entusiasmaba, la ciencia era mi devoción. Así que estaba decidido a iniciar mi carrera con una pequeña producción de pólvora. Quizá, si el abuelo me hubiera explicado más acerca de la vida la ciencia para mi no significaría nada, lo juro, pero del ridículo no safé.
Así que para navidad tuvimos que conformarnos con las balas del abuelo que disparaban para cualquier lado. El tanque de agua es un ejemplo de las balas del abuelo, y de la eficacia del Poxipol un 25 de diciembre de.

Veinte años después el Loco Emilio pasea su perro por el barrio, sin dejar de lado sus anteriores vocaciones. El abuelo ya no está, y en el estuche en que guardaba las balas, ahora yo guardo el Omega de 1900 de plata y oro que me dejó. Calculo que con los nervios del viaje le di demasiada cuerda al Omega, porque no anda ni para atrás ni para adelante. Eso sí me lo advirtió, pero me olvidé porque andaba pensando en el viaje, y en Mariana que ya venía aflojando, así que gire y gire la hermosa perilla de plata hasta que no se pudo más.

Voy con mis libros y el Omega a Santa Fe, yo le decía a Mariana por teléfono, a una Mariana que no paraba con los consejos y las confusiones. Yo no la escuchaba mucho, me parecía complicado darle cuerda al reloj y atenderla, así que le corté. El abuelo me hubiera hecho ver que debía abandonar mi compulsión por hacer pólvora con saquitos de té, hubiera sido mejor para mi tan deseada carrera científica. Pero ya no estaba el abuelo para aconsejarme, y yo no tenía a nadie que me detuviera. Embalé los libros, algo de ropa, fui a buscar los euros que Yann me había mandado de Francia, y soñé con sorprender a Mariana; nos soñé caminando por la Ayacucho en dirección a la librería.
Las plazas de Santa Fe no son tan buenas como las de Tucumán, al menos las que pude visitar cuando estuve ahí. La mejorcita era la que está cerca de la casa de Mariana. Cruzamos por una de sus diagonales cuando fuimos para la inmobiliaria a dejar el depósito del alquiler. Había una hilera de álamos en una de las calles laterales, los demás lados estaban protegidos por robles y eucaliptos. Parados en cada esquina los postes de luz pintados de dorado eran tan gigantes y viejos como los árboles. También nos imaginé en esa plaza tomando mates en primavera con los chicos.


-Y uno no puede andar por ahí quejándose de la falta de dinero. Las cosas de uno cada vez son más complejas (sabía de contrabando eso), pero pensándolo bien, dan ganas de terminar.
-Avisáme cuando terminés. Cuando termine el séptimo quizá te doy alguna señal, me decía Mariana convertida en una mesa ratonera con la espalda plana y brillante. Sólo su cuerpo brutal, y su delicado invento vaginal estaban al alcance de mis manos, y juro que a partir de esa noche, termino lo que empiezo.
Como dije, me había curado, terminar fue ver desde lo alto del cielo una catarata hundirse en un pozo ciego, estricto como la espalda de, etc, etc.
Me pregunto qué habrá sentido Lamborghini la primera vez que escuchó: Mariana, vino a Tucumán a terminarlo todo con su técnica renovada de caníbal militante de la teoría humanística de Carl Rogers, inundando a diestra y siniestra mi pieza, mi cama que se quedará sin pata a partir de esa noche: dame tu leche.

Es terrible terminar en esa nocturnidad, tan perdido el mar en mi barco, porque salvo en las intervenciones en los congresos, o en el mach point, la leche empequeñece, disminuye considerablemente mi actitud alfa de nunca acabar. Esto me recuerda a una charla que mantuvieron dos reclusos del penal de Villa Urquiza, sobre el lugar que debían ocupar en la biblioteca los libros de Puig respecto de los de Borges. Uno es puto y se la comía doblada; el otro no era puto y terminó comiendo de la mano de la Kodama. Se resolvió a punta de faca afilada noche tras noche en el canto de una ventana que Borges no era puto pero que se merecía ir en la sección Libros Chanchos que de cerca parecen pavos.

Yo sigo siendo de los que consideran el libro por el olor que traen, y todo esto (que no es un libro, aclaro) huele a leche condensada. La verdad, una verdadera lástima quedarse a medio camino sin leche o con la leche en el ojo como decía el Loco Emilio. Momento propicio para pensar en mis últimos movimientos, en los compases que hilachaban el semen (tal) descomponiéndose, y nuestras lenguas invertidas, a caballo cabalgando refranes y opciones.
¡Sangre mía, hermosa criatura eras! Me arrancaron la muleta de los ojos. Me arrancaron el cordón con el que encendía la lámpara de mi mesita de noche, esa noche, juro que busco un sinónimo para esa noche, o un estallido breve de pura verdad. Krónnico mi amigo era, y el abuelo me recuerdan que los juegos limpios son demasiado solitarios.
Así y todo, mi leche entregué sumiso como se debe ser, con felicidad incluida.

-Es Abril y muchos me calan como a una copia falsa de mi. Loco.
-Odiándote a vos, falso (Flaco), nos enamoramos del original.
Pero yo aguanté cuanto pude y empujé el choto ahogado de un frenesí incurable hacia un cerebro medio apagado. Embalé los libros, algo de ropa, fui a buscar los euros que Yann me había mandado de Francia y soñé con sorprender a Mariana, nos soñé caminando por la Ayacucho en dirección a la librería. Leche, leche acumulada de años entregué. Leche. L´eché. Le Che. Léché. Otro detalle: me gusta hablar de los detalles. Resumiendo, comencé con la infructuosa pólvora de los saquitos de té en aras de ir sopesando el interés del público contemporáneo. Y yo sueño ahora con un deporte menos elitista cansado de tanto ardor, y de la apología a la vaselina sustituta de la saliva, y de las erecciones (pro dame tu leche) Sidenalfil mediante. Y esa noche, atardeció, Mariana boca abajo mordiendo mi almohada, desagradecida por lo que terminaba (amanecía en mi) yo de ofrecer. Ninguno deploró el umbral de flores que se abrió, y ella durmió sus nalgas húmedas en mi choto muerto de ficción de hombría. Muerto, sin nada qué lamentar, yo me repetía extendido como una digna pista de salud. Pero estoy mintiendo, todavía previendo lo fraudulento de mi amanecer muerto sano (no se me ocurre otra manera de terminar, así que este es el final).

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