Trabajo práctico

Ninguno se atrevió a decir de cuál de los Karamasov se trataba. Lo suponemos. La suposición: la nuestra; era alarmante. Anticipado siempre con su típico campanazo, llegaba el muy piyo. Su posición: la de siempre, por favor, la silla roja de la derecha. Hecha siempre como en todo lupanar, de paja, de mucha paja, y de algo que aún nos cuesta dilucidar. Pero el tipo, suponemos febrilmente, el tipo con sus ademanes adulterados por el alcohol y la cal con que hizo mezcla para revoque; no dejaba nunca de agradecerle. El piyo, a esa altura del partido le chupaba la concha a la Laurita, previo gatillado de los $120 mangos previstos en los incisos pertinentes. Eso le reportaban unos minutos adicionales con su diva rota. Importaba poco si la concha de la Laurita bien podía...

En fin, el piyo le hablaba de amor, de fugarse vaya a saber de qué fantasma con la boca llena de estertores que emigraban de esa concha excepcional. La Laurita, bien entendida en estos asuntos del corazón hinchado, le propuso una única salida-de paso recordaba su despertar amoroso con la verga de su padrastro a mano una mañana como pocas ella puede recordar; ese mismo día emprendía su infatigable afán por protituirse sinónimo de odiarse por ser mujer y apetecible a los quince. El tipo no tuvo otra que aceptar, el tiempo para él sabía.

En definitiva, un pelotudo olímpico, metía la geta prácticamente en el pingo de todos los borrachos (su deposición según versan las malas lenguas, fue siempre ésta, no, no, esta: pocos pueden garpar lo que yo garpo, giles). O sea, para el piyo, era cuestión de números más, números menos. La Laurita, risa de por medio, se torcía de placer con la lengua del tipo que le pagaba para chuparle la concha. Habían quedado atrás-de la noche-los borrachos que se duermen antes de ponerla o que se van al toque; no, con este tipo todo era puro pla/ser: y una verdadera diva no puede retirarse sin un esclavo de este calibre a su merced. Digamos la verdad, la Laurita se babeaba cuando veía llegar al piyo, pero sabía esperar, era especialista en el arte de amasar jugos y carne. Pero esta vez amasaría sus propios jugos y sus propias carnes. Y dejando transcurrir el tiempo-la noche-la Laurita comenzó a preguntarse, y ya sabemos qué pasa cuando una mujer como la Laurita se pregunta ¿Acaso este tipo nunca la va a hundir? Se interrogaba. No se lo voy a permitir, se respondió tan veloz que le corrió la geta al piyo del trabajo práctico para que le respondiera.

-si no me la metés y la sacás lentamente como lo hacía mi padrastro, no vas a ver nunca más esta concha hermosa que tanto te gusta.

-pero...pero

El piyo ensayó una queja pero cerró el pico y comenzó a percibir un olor rancio del que se suele percibir en etapas avanzadas de la descomposición de cualquier cosa ¿Acaso la lengua no es el opio de los pueblos? Tal vez, la lengua ha perdido su sentido afrodisíaco ¿quién osaría renunciar a una lengua amorosa? Me pregunto ahora mientras escribo. La literatura que consulté no habla de esas encrucijadas de la noche y los lupanares. Al Martín Fiero, manual al que suelo recurrir cuando me desoriento, se le escapó un consejo para esas impericias de los hombres enamorados. La negligencia marcha a paso firme o somos nosotros los que nos obstinamos en pretender que todo fue un error.

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