Fotografía en movimiento

Va a decir que voy sentado en el mismo lugar que aquella noche, que voy escudriñando a la gente que sube en la misma parada en la que ella subió, pero eso no hace más que alejarnos, cuanto menos, creernos adversos.
Naturalmente algo nos conocemos, digámoslo de este modo: nos intuimos.
Es cómodo anticiparnos-aunque nos equivoquemos muchas veces-a nuestras propias acciones; y así como él se anticipa a que yo lo anticipo a él, me regocijo con antojo sabiendo que lo hago siempre con el ferviente ardor del esclavo que busca liberarse de su opresor.
Escribimos con la misma lapicera y simultáneamente, yo con la izquierda, él con la derecha.
Todo esto es triste porque al conocernos, el único que admira su soledad soy yo. El tipo está solo y como dicen los matemáticos clásicos al final de una demostración, Quod erat demonstrandum: me usa a mi para disimularlo.
Pero yo ya no estoy tan disponible como antes, quiero decir, me aburro fácilmente de su falta de acción y de su postura idiota de coyote soñando con el correcaminos.
Seguramente ahora mismo él piensa, bueno, que yo voy subido al colectivo de regreso a la facultad reviviendo la noche que la vi subir y mirarme de reojo. Vamos a discutir, es decir, discurriremos sobre la fotografía.
Él va a decir que se trata de fotografía en movimiento para hablar de la foto que le tomé con el celular esa noche.
Mientras él arguye una posible trama, yo voy a pensar en esa última afirmación y le voy a preguntar-indirectamente, con eso que le llaman voz interior del personaje-si no es más que una fotografía movida, fuera de foco y de pobre definición dada la calidad del artefacto con la que la tomé.
Entonces sí voy a solidarizarme con su tristeza, porque por equilibrar sus elucubraciones voy a mirar la foto después de veinte días, y yo también voy a sentirme solo.
Y voy a descubrir que me había equivocado al creer que ser un personaje tenía sus ventajas porque un personaje además siente, incluso cuando su “Dueño” está sintiendo lo que escribe.
Prosiguiendo, pasaron veinte días desde esa noche con ella cantando esa canción de Aute, y yo con un cagazo estupendo clavado al asiento del bondi.
Cagazo para hablarla o para cantar con ella, por qué no, total si estaba loca podríamos demostrarles a todos que la locura es relativa, y a veces hasta amigable.
¿Una fotografía en movimiento no sería una película?
Su vuelo poético lo hubiera traicionado, de todos modos, la fotografía, movida porque la tomé en la curva de la Marco Avellaneda y 24 de Septiembre, me recordó que debo mi existencia a esa noche.
Aquí empardamos con el “Dueño”, justo a la altura de esa curva arenosa que me impidió hacer una buena toma.
Siguiendo la línea, daría lo que fuera, hasta permitiría un poco de manipulación de parte del “Dueño”, si es posible, por ver su rostro otra vez. Aunque las burbujas y la falta de luz agotan su figura, la punta de su hombro derecho empalizado por una cascada de cerveza es inconfundible.
Pocos metros después de pasada la curva y la foto, ella va a dominar esa cascada con un firulete y como debieron hacer hace miles de años sus ancestros, recoge su cabello descubriendo sus pómulos triangulares como el de los hombres y mujeres que cruzaron el mar a pie y danzaron de noche el baile de los desterrados.
Voy a soñar, igual que hago en este momento con su nombre, y junto con el “Dueño”, vamos a imaginarnos sobre su vida entera.
También voy a disolverme en un punto y a parte , en el preciso instante en que recuerde que soy un personaje y que debo mi ser a ese colectivo y a estas líneas arbitrarias, incluso al rigor del azar que se limita a mantenerla alejada, improbable como yo que soy un artificio, porque mientras me voy diluyendo, despilfarro la última escaramuza de amor propio que resta, advirtiéndole al “Dueño” de su ineficacia para lograr cruzarme con ella nuevamente y recuperar el rostro que se omitió en la foto movida; le voy a dejar bien presente, que si yo no la encontré, si yo no la vi todavía, es señal de que él en realidad tampoco la encontró.

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